Manrique reivindicó a Los Rodríguez.
«Han querido amordazar al gran francotirador, pero olvidan que los grandes siempre volvieron del exilio. No existe forma de borrar la huella de un tipo que cuando solicitaron unanimidades marcó su desacomplejado paso. Por eso la puñalada, el barranco anónimo, la cazalla como coartada. Lejos del micrófono DAM se antoja un marinero en tierra. Nosotros, grumetes del último barco pirata, exigimos su vuelta a la Hispaniola»
Desde Nueva York, y conmocionado por el abrupto final de Manrique y su «Ambigú» en Radio 3, Julio Valdeón Blanco dedica su columna mensual a rendir tributo al maestro del periodismo musical, Diego A. Manrique.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Poco después de leer un artículo de Diego A. Manrique (en adelante DAM) en el que comenta «El eclipse del ‘decano del rock'», sobre Robert Christagu, me entero de que Radio 3 ha prescindido de sus servicios. Lo liquidan en mitad del verano, mientras RTVE es el llanto de todos los que creemos en un modelo público de calidad (¿qué tal la BBC como espejo?). Lo ejecuta la misma corporación, un suponer, que envía al exilio del canal 24 Horas «Crónicas» y «En portada», la misma que dedica los telediarios a hablar de motos, la misma que ha gastado millones en sufragar los graciosos pasitos de baile de unos capullos, esa que entroniza a la muy grimosa Anne Igartiburu mientras guillotina, entre otros, a Sebastián Alvarado («Al filo de lo imposible») y Jesús Ordovás, una empresa que ya nunca programa cine de calidad, no digamos música en vivo, incapaz de producir una serie documental de naturaleza o historia que puedas encontrar en los estantes de los Barnes & Noble neoyorquinos («Fauna ibérica» y «El hombre y la tierra» son gloriosas, sí, pero sería imposible venderlas en un mercado donde reinan las pluscuamperfectas superproducciones de Sir. David Attenborough). Quizá sus directivos mediten dedicar los cuatro euros ahorrados con «El Ambigú» en «Águila roja», rutilante obra maestra que tiene acojonados a los creadores de «The wire», «A dos metros bajo tierra» y «The Pacific» ante la imposibilidad de igualarla.
A DAM lo conocí porque su nombre figuraba en los créditos de la «Historia del Rock» que «El País» publicó en 1986. Un texto épico que servía como biblia de cabecera, entre pliegues de historia, saliva de rock and roll, biografías resueltas con pericia y ausencia de prejuicios. Allá por el 91, cuando ingresé en el bachillerato, forré mi carpeta con fotos tomadas (fotocopiadas) de aquel volumen coordinado, dirigido y, en muchos casos, escrito por DAM. Después llegó «El Ambigú», tormenta de alivios, cóctel caliente que engullías feliz mientras el gato más sabio mezclaba a Celia Cruz y Antonio Machín (¡esas grabaciones añejas, preñadas de incorrección!) con lo último de Leonard Cohen. Para entonces, mediados los noventa, llevaba siglos en la trinchera, más o menos desde que en «Triunfo» César Alonso de los Ríos le diera la oportunidad de marcar territorio. Y estaban, están, sus reportajes, columnas y entrevistas para el periódico, ajustado manual de cómo regalar ironía libre de cinismo, siempre del lado de la cordura. Cualquiera que escriba sabe que ahí palpita la esencia del oficio. Rebeldía limpia de poses, erudición sin pedantería, audacia, mordisco, cuando lo que mandan los libros de estilo es arrugar el morro, planchar la prosa y disparar banalidades 2X1.
En «Rockdelux» sus artículos chorreaban ausencia de prejuicios. Su «Diez razones para odiar a Bob Dylan» me dejó aturdido, patidifuso, flipado. EFE EME, claro, fue, es, otro motivo para renovar el ya inagotable rosario de lealtades debidas. Ah, aquella entrevista, mano a mano con Juan Puchades, en la que viajaban hasta el corazón de un «Honestidad brutal» todavía en máquinas. Dudo que abunden las piezas semejantes, nacidas en el momento clave, y en directo, de una trayectoria artística imponente, capaces de radiografiarla en plena efervescencia y, al tiempo, otear el futuro. Ya amaba a Calamaro, pero ese reportaje fue el primero en anunciar la importancia de un disco que servidor coloca de los primeros en el exclusivo club de los imprescindibles, o sea, junto a «La leyenda del tiempo», «Blues de la frontera», «Heliotropo», «Cuatro rosas», «19 días y 500 noches», «A santa compaña», «Morir en primavera», «No sólo de rumba vive el hombre», «Una pequeña parte del mundo», «Omega», «¿Cuándo se come aquí?», «Songhai», «La canción de Juan Perro», «Un soplo en el corazón», «Alta suciedad» o «Sin documentos». Hablando de «Sin documentos»… ¿recuerdan cuando buena parte de nuestra crítica enloqueció con el indie angloparlante facturado en Vallecas? De golpe pareciera que La Movida fue una mierda y el rock en castellano un espejismo. Había que enterrar a cuantos lo hicieron posible, quemar las naves, abolir el canon o, al menos, subvertirlo. Todavía algunos juegan a heterodoxos riéndose de Gabinete, Secretos o Pegamoides. DAM tecleó entonces algunos de los comentarios más pertinentes y evitó sumarse al coro de enterradores molones. Qué actitud tan poco «cool», murmuraron altivos los modernos de guardia, inagotables a la hora de sonrojarnos. Encima, y a eso iba al citar «Sin documentos», reivindicó a un grupo de hispanoargentinos que bebían de Moris y los Stones, la rumba y el blues, Dylan y Burning. Aquellos viejos héroes de Tequila y antiguos combatientes de Los Abuelos de la Nada trituraron disco a disco las febles tesis de quienes creían que lo nuestro, en nuestro idioma, mezclando influencias propias y ajenas, «Exile on Main St.» con Peret, Atahualpa Yupanqui y José Alfredo Jiménez con Gene Vincent y Goyeneche resultaba imposible. Al cabo Los Rodríguez devolvieron al rock facturado en España las constantes vitales. Cuanta razón tenía DAM y cuantos cojones le echó, con lo fácil que hubiera sido cultivar el don de la oportunidad y celebrar las brillantes copias de la escena inglesa que otros tanto aplaudían.
Escribo sobre DAM estirando el cuello para no ahogarme. Vivo en Nueva York desde hace cinco años pero aún así buscaba los podcast de El Ambigú como un yonqui. Lo tengo por uno de los periodistas más lúcidos que jamás hemos tenido, un ejemplo a la hora de descifrar sentimientos cuando la mayoría temblamos frente a la dificultad de explicar un disco. Nos quisieron vender que la música es sólo un pasatiempo a falta de otros mejores. Hicieron falta él y otros igual de grandes (Ignacio Julià, Luis Lapuente, Jaime Gonzalo, José Miguel López, Javier Pérez de Albéniz, Juan de Pablos, etc.) para que en este país cainita, cutre, adicto al prejuicio, apareciera al fin un periodismo cultural hasta entonces sólo al alcance de estadounidenses y británicos. Nuestros Greil Marcus, nuestros Charlie Gillet, nuestros Robert Palmer, nuestros Paul Nelson, Peter Guralnick, etc., debieran de protegerse como los valiosos profesionales que son, dinamos sociales sobre los que a menudo cae el haz de odios de quienes prefieren glotones sin papilas antes que consumidores bien informados. Para eso, imagino, financiamos la radio y la televisión públicas, y malditos quienes nos priven de su sabiduría en nombre de miserables prejuicios y soterradas venganzas. DAM, temido por los profesionales de la estampita, ha educado a varias generaciones en el difícil arte de bucear mar adentro en busca de ritmos alucinados, mágicas caracolas de guitarras, sonidos exóticos y golosas canciones y creadores que de otra forma se hubieran perdido en los sargazos de una oferta repleta de bisutería. Uno mismo teclea, entre otras razones, por su culpa, reo dichoso de su magisterio. No es culpa suya que nosotros, sus émulos, seamos tan malos. Quizá, si las excelentísimas autoridades resucitan «El Ambigú», sigamos mejorando, aprendiendo de DAM, o al menos, reconocidas nuestras limitaciones, disfrutando.
Han querido amordazar al gran francotirador, pero olvidan que los grandes siempre volvieron del exilio. No existe forma de borrar la huella de un tipo que cuando solicitaron unanimidades marcó su desacomplejado paso. Por eso la puñalada, el barranco anónimo, la cazalla como coartada. Lejos del micrófono DAM se antoja un marinero en tierra. Nosotros, grumetes del último barco pirata, exigimos su vuelta a la Hispaniola.
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Anterior entrega de New York Land: Tinariwen, bajo un jergón de estrellas