New York Land (3): Tinariwen, bajo un jergón de estrellas

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«Aseguran que hasta que no tuvieron discográfica y comenzaron a viajar fuera del desierto, hasta 2001, nunca habían escuchado blues. Increíble, por cuanto los compases que desarrollan, las guitarras, inflexiones y ritmos remiten a las raíces del género»

Este mes, Julio Valdeón Blanco cae rendido ante Tinariwen, tuaregs bluseros que destilan «rugidos, ecos, guitarras como hemorragias, ritmos cocidos a fuego lento, una inundación de grooves aderezados con letras que se antojan combativas, líricas, peleonas».

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

En Nueva York he asistido a unos cuantos conciertos magníficos y a no pocos muermos. Hace tiempo que buena parte del rock pasea entubado, gagá. Si quieres escuchar algo glorioso, que golpee, distinto a la papilla de guardia, rastrea las propuestas de jóvenes enemistados con la MTV, o bien haz como Bandini y aguarda la primavera, la llegada de los cometas procedentes de países ajenos al radar comercial. Al menos ellos escapan al rutinario ejercicio practicado por blancos que cantan en inglés y repiten patrones mil veces escuchados. Hace una semana el malinés Salif Keïta enamoró Central Park con su aura, su presencia de faraón con carisma y repertorio dorado, su canto prendido al viento. Contribuía al subidón el que el concierto fuera gratuito, pues buena parte del público, que de otra forma no hubiera asistido, estaba compuesta por inmigrantes, no afroamericanos sino recién aterrizados desde el continente más saqueado, los mismos que cada sábado abarrotan garitos como el St. Nicks, allá por Sugar Hill, mientras lanzan billetes a los músicos. En contrapartida, el miércoles siguiente sufrí a Phil Collins en su reencarnación como baladista soul, sacarina para engatusar a un público que invertiría mejor su guita comprando la cajas de Motown, Stax, Chess o Atlantic. Keïta ratificó sin esfuerzo la certidumbre de que los corazones ya sólo pueden reventarlos francotiradores limpios de marketing, de esos que no acuden a Manhattan pidiendo perdón sino agitando canciones donde los versos rajan como cuchillos.

Un día más tarde, el jueves, hubiera sido el turno en Prospect Park (Brooklyn) de Omara Portuondo. Un lío de visados lo impidió. Menos mal que pudimos resarcirnos a los pocos días con Tinariwen, también de Mali, «World music que salva a la world music de los liberales», según expuso Mark Cooper, de la BBC, durante las discusiones del jurado de la revista «Uncut». Los Billy Bragg, Dave Robinson, Bob Harris, Mark Cooper y compañía eligieron como disco del año «Imidiwan» (2009), un artefacto hipnótico «del que emana un sentido de la aventura que hemos olvidado» (Ignacio Julià dixit).

Recordemos que Tinariwen surgen a finales de los setenta alrededor de Ibrahim Ag Alhabib, que vivió durante casi tres décadas entre Libia y Túnez. Allí comienza a tocar junto a un puñado de nómadas, tuaregs como él mismo, que compaginan guitarras y metralletas, participando, entre otros conflictos, en la rebelión del 90. Sus influencias son un batido de rai argelino, pop marroquí y esencias del Níger, más las contadas rodajas de rock que llegan allende las dunas. Durante mucho tiempo tocarán como músicos ambulantes, reconocidos en el Sahara pero ajenos a cualquier posibilidad de percutir fuera. Hasta que en 1998 firman un contrato. Cuatro discos más tarde, «The Radio Tisdas sessions» (2001), «Amassakoul» (2004), «Aman iman» (2007) y «Imidiwan», Tinariwen han paseado ya su contundente directo por festivales de medio mundo.

Aseguran sus miembros que hasta que no tuvieron discográfica y comenzaron a viajar fuera del desierto, o sea, hasta 2001, nunca habían escuchado blues. Increíble, por cuanto los compases que desarrollan, las guitarras, inflexiones y ritmos remiten a las raíces del género. Cualquiera hubiera jurado que mamaron a Son House, Charley Patton, Tommy Johnson o Blind Lemon Jefferson. En realidad, América descubrió el blues de rebote, casi sin ganas, merced a visionarios como Sam Phillips –no sólo descubrió a Elvis Presley, Johnny Cash o Jerry Lee Lewis; también grabó a Howlin’ Wolf y Ike Turner– y, especialmente, gracias a la invasión inglesa de los sesenta (Rolling Stones, etc.). A diferencia de los muchachos de los sesenta, Tinariwen bebe blues por otras fuentes. Sus fuentes gotean muy cerca de su casa. Como explicó Robert Palmer, una de las principales raíces del blues palpita en las tradiciones musicales del África occidental, de Senegal a Gambia y Guinea, todas vecinas de Mali, lejos de las selvas tropicales, y quizá por eso, frente a las percusiones, predominantes en Congo, etc., florecieron los instrumentos de cuerda, que no requieren piezas de madera. A los habitantes de Senegambia «la predilección por largas, tortuosas líneas melódicas, les viene del contacto con el Islam y las culturas del norte de África». En la marmita cayeron más sonidos, los que venían de Costa de Marfil y Ghana o las tradiciones pigmeas de Congo y Angola, y muchas fueron las metamorfosis sufridas al llegar los esclavos a Estados Unidos (aparición de los espirituales, etc.), pero esencialmente el nudo, la corriente antiquísima, su encarnadura visceral, mordía y muerde a orillas del río Níger. Por lo demás Mali fue cuna de Alí Farka Toure, al que los miembros de Tinariwen sí conocían. Añadan al combinado las tradiciones tuareg, el uso de pequeños tambores, el contacto con los sonidos de Argelia, Libia y Níger y obtendrán una licuación de rugidos, ecos, guitarras como hemorragias, ritmos cocidos a fuego lento, una inundación de grooves aderezados con letras que se antojan combativas, líricas, peleonas. Eso, al fin, fue lo que manó a borbotones sobre el público neoyorquino. Tinariwen tocan desde el útero del mundo. Su hondo poderío conmueve, emociona, abrasa. Nace cantado desde el hígado, entre peces de fuego y tonadas que hacen llorar a las piedras.

Cuidado, eso sí, con la alabanza de las purezas virginales. Que nadie venga con la murga de unos indígenas auténticos contrapuestos a la decadencia moral de Occidente. Recuerden que los tuareg, aparte de protagonizar rebeliones, destacaron como ávidos esclavistas. El mito del buen salvaje, actualizado por el bobobuenismo postcontemporáneo, da pelota a un maniqueísmo asqueroso. Sólo quiero escribir que escuchamos a un grupo sideral, de los que te hacen dar un respingo en cuanto conectan el ampli, de los que te dejan durante dos horas boquiabierto, cegado por un torrente, deseando comprar sus discos. Limpian el cerebro, tan enfangado a estas alturas de acordes asmáticos. Su estilo, tan austero, tan rancio, es el bramido de los leones, cuyos fantasmas aún juegan bajo la luna, allí donde la arena besa esqueletos, bajo un jergón de estrellas.

 

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