«En el novedoso mundo del rock’n’roll, carente aún de palabras, Diddley con su denominado jungle sound (sonido de la jungla) señaló con el dedo las emociones, y otros sencillamente siguieron esa dirección. Su ritmo selvático marcó un antes y un después para el desarrollo musical del rock»
Este mes, Fernando Navarro nos traslada hasta la prehistoria del rock, a sus orígenes, de la mano de los músicos más singulares que dio el género, el gigantesco Bo Diddley.
Una sección de FERNANDO NAVARRO.
–James Stewart: «¿Por qué no se fía de los hombres?»
–Ruth Roman: «Porque una vez me fié de uno».
«Tierras lejanas» («Far Country», 1954), dirigida por Anthony Mann.
Es sencillo: el rock’n’roll nunca sería lo mismo sin Bo Diddley, un músico que, según sus propias palabras, hizo algo valioso por América pero la tierra del tío Sam le condenó a la sombra. Lo dijo en decenas de ocasiones, en diversas entrevistas, entre ellas, en una con la revista «Rolling Stone» en 1987 en la que además, al ser preguntado por el entrevistador, definió el rock’n’roll como “música alegre, tío”. Y, seguramente, sea la definición más acertada que se puede dar a un género que, a través de las incursiones sonoras y compositivas de un tipo como Diddley, dio alas a los jóvenes, la incipiente cultura juvenil de los cincuenta, toda una generación que se conectó como por arte de magia con la música, salió a bailar, se reivindicó a sí misma y hizo del rock’n’roll su idioma universal. Pero, claro, el discurso siempre fue una cosa y la realidad otra bien distinta. La labor de Bo, nunca reconocida con la magnitud suficiente, ni siquiera cuando se fue al otro barrio en junio de 2008, fue encender el fuego para que otros recogieran la antorcha.
Nacido en 1928 en un pequeño pueblo de Mississippi, Ellas Bates no lo tuvo fácil. A los ocho meses fue adoptado por la prima de su madre y de allí se trasladó con su nueva familia a Chicago, donde vivió más de una penuria. Adquirió el apellido de su tía, pero Ellas Mac Daniels decidió con los años ponerse el nombre artístico de Bo Diddley, prestado de una guitarra de origen africano. En el período de entreguerras, Chicago era una de las ciudades que más población negra acogía en Estados Unidos. La Gran Depresión, surgida a partir del crash de 1929, causó enormes desigualdades, un aumento radical de la pobreza y unos largos años de gran segregación racial en el sur estadounidense. De tierras de Mississippi emigraron al norte miles de familias negras con el sueño de la libertad y la salvación económica. En los años cuarenta, con el desarrollo de la industria armamentística que atrajo a más población inmigrante del sur, Chicago se había convertido en la capital de la América negra, como apunta Philip Jenkins en su «Breve historia de Estados Unidos». La ciudad contaba con el más prominente político negro del país, el congresista demócrata William L. Dawson, el campeón de boxeo, Joe Louis, y el periódico más importante de Estados Unidos destinado a lectores afroamericanos, «The Chicago Defender». No fue casualidad, por tanto, que el R&B, un sonido genuinamente negro, fuese el auténtico bullicio urbano de la metrópoli.
A mitad de siglo, Chicago era la meca del blues eléctrico. Un joven Diddley se colaba en todo tipo de salas, como el Club 708, para ver actuar a Muddy Waters o Little Walter. Cuando no estaba ahí, tocaba en esquinas y garitos de poca monta. Un día, tras ver cómo un hombre tiraba discos por la trasera de un edificio, se topó con la puerta de Chess Records, el sello de los hermanos Leonard y Philip Chess que dio difusión a los sonidos de la ciudad. Fue Philip quien atendió aquel chaval negro. Tras oírle, llamó a su hermano y ambos decidieron grabar sus composiciones. Chess publicó en marzo 1955 el single «Bo Diddley/I’m a man». Ese trepidante ritmo causaba un incendio. Era gozosa llamarada de reverberación primaria, anclada en la herencia africana, que se agarraba a un riff tan intenso como insólito.
«Junto con Chuck Berry, Diddley se convirtió en la figura más relevante de lo que se conoció como Rocking Chicago blues. Antes que ellos, gente como Muddy Waters, Elmore James o James Cotton habían desarrollado el blues de bar de Chicago, que consistía en una paleta más amplia del Delta Blues o el blues rural del Mississippi»
Junto con Chuck Berry, Diddley se convirtió desde ese momento en la figura más relevante de lo que se conoció en esa época como Rocking Chicago blues. Antes que ellos, gente como Muddy Waters, Elmore James o James Cotton habían desarrollado el blues de bar de Chicago, que consistía en una paleta más amplia del Delta Blues o el blues rural del Mississippi. Tanto Berry como Diddley tomaron buena nota de ese desarrollo más visceral e intenso en las calles de Chicago, marcado por un ritmo machacón y fuerte de guitarra eléctrica con una armónica amplificada. Ambos grababan con músicos de blues, pero daban su propia perspectiva: dirigían sus letras y ritmos de baile hacia un público más juvenil. Esto hizo que Chess se convirtiese en la independiente de R&B más importante en irrumpir en el mercado del pop. El trabajo de Berry y Diddley, por tanto, ayudó como pocos a romper la cáscara: lo suyo era puro rock’n’roll instantáneo. Algo nuevo. Sin precedentes. Auténtico éxtasis. Sin embargo, como señala Charlie Gillet en su libro «Historia del rock». El sonido de la ciudad, la música de Diddley, pese a la intensidad y el ritmo saltarín de su primer single, no se difundió en muchas emisoras populares, a diferencia de la de Berry. Diddley declararía después que encima los hermanos Chess se aprovecharían de él y apenas vería un duro de todo lo que facturó para la gloriosa compañía. Asimismo, por su peculiar estilo, tampoco gozó de un amplio número de imitadores blancos, que ayudasen a propagar su rock a las grandes audiencias, un paso vital para dar el gran salto.
Sin lugar a dudas, la discriminación formaba parte del ADN de una nación como la estadounidense, que necesitaba que los músicos blancos diesen a conocer muchas de las composiciones de los negros, que no pasaban de las cerradas listas de R&B. La jugosa lista del pop era la verdadera lanzadera económica y mediática del país. En EE UU, estas diferencias de trato no eran nuevas, más bien eran naturales. Conviene recordar que los colonos blancos, que se emanciparon del Imperio británico, se las ingeniaron para que la celebrada Declaración de Independencia de 1776 así como la Constitución de 1787, ambos textos piedras angulares de la libertad y orgullo norteamericanos, excluyeran a negros y mujeres, que tuvieron que esperar muchos años, tras numerosas reivindicaciones, para entrar en el proceso político y social del país. Con esta base, el músico de Mississippi, como tantos pioneros negros, tuvo que morder el polvo mientras veía cómo otros andaban con paso más rápido su camino. Sin ir más lejos, el mismo Elvis Presley, pero también otros con menos repercusión y talento como Jimmy Rodgers o Cliff Richard.
A mediados del siglo XX, los negros, cierto, no habían entrado en el naciente negocio del rock pero representaban por completo la savia misma del género. En el novedoso mundo del rock’n’roll, carente aún de palabras, Diddley con su denominado jungle sound (sonido de la jungla) señaló con el dedo las emociones, y otros sencillamente siguieron esa dirección. Su ritmo selvático marcó un antes y un después para el desarrollo musical del rock. Ese fraseo eléctrico, su beat marca de la casa que ponía de relieve su sexual y atrevida actitud, fueron recuperados por los Rolling Stones, The Who, The Pretty Things, The Yardbirds, Eric Clapton, Bruce Springsteen o Long Ryders, entre otros muchos. Pero, excéntrico e independiente, el músico de las gafas de pasta tampoco se quedó en eso. Con su Big B al hombro (su famosa guitarra rectangular que él mismo se hizo fabricar), Diddley se adentró en años posteriores en el doo-wop, el pop e influencias africanas para dar forma a un cancionero diverso y vivo. Más adelante, especialmente a partir de los años ochenta, estaría fuera de onda sin apenas música destacable, acabando casi en el ostracismo, dejándose ver en algún que otro homenaje y tocando regularmente en salas como la neoyorquina Tramps, verdadero templo de viejas glorias de la música popular.
En el fanfarrón mundo que habitaba Diddley, ese del rock’n’roll, el autor de ‘Mona’ era un proscrito. No se fiaba ni de su madre y se sabía más grande e irresistible que nadie. Su palabra sólo era una: ritmo, jodido ritmo recorriendo las venas. En definitiva, música alegre, tío, algo valioso por América, algo valioso para combatir el duro día a día.
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Fernando Navarro es autor del blog para el diario El País, La Ruta Norteamericana.
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Anterior entrega de Forajidos del Rock: Robert Johnson, la leyenda del profundo sur.