Ninguno somos los que éramos en 1999, pero muchos recuerdan cómo les impactó el disco que Joaquín Sabina publicó ese año. Nos lo cuentan, entre otros, Marwan, Miguel Ríos, Felipe Benítez Reyes o Rubén Pozo.
Texto: ARANCHA MORENO.
Una noche, hace más de siete mil, Joaquín Sabina comenzó a contar la vida en madrugadas. Y resultó que, al caer el sol, en Tirso de Molina la melancolía se celebraba, y se plasmaba en el papel a través de escenas de calle, de alcoba o de bar, con un realismo que hubiese llamado la atención de Balzac y una hipérbole que podría beber de aquella que escribió una vez Miguel Hernández: «No hay extensión más grande que mi herida». Pero Sabina decidió cantarle al dolor con los ojos risueños, con la lucidez que miran los gatos cuando las luces se apagan. Y así, siguiendo solo su instinto, alumbró un puñado de versos musicados que dieron forma a su disco más popular, 19 días y 500 noches. El número 12, el que cambió su vida. Y las nuestras.
«Lo nuestro duró / lo que duran dos peces de hielo / en un güisqui on the rocks». «Una canción que empieza con estos versos», según Miguel Ríos, «debe considerarse obra maestra”. Una metáfora de lo efímero se convierte en una imagen inmortal. Tres versos que concentran el ingenio que hay en la mirada de su autor, capaz de situarnos en un espacio y en un instante emocional de un puñetazo. Algo así les ocurre a todos los que quedaron impactados por este disco, como si fuese su vida la que se estuviese contando. «La primera vez que oí la canción “19 días y 500 noches” fue en la radio de un furgón que utilizábamos para ir a pintar carreteras. Ese era mi curro en aquel momento», cuenta Rubén Pozo. «Buenas Noches Rose, la banda en la que había militado hasta entonces, se disolvía y Pereza aún estaba en pañales. Nico, actual superguitarrista con Burning, era mi compañero de trabajo en esto de las carreteras. Nos gustó tanto la canción de Sabina que al día siguiente ya teníamos el cedé entero. En cierta medida ese disco nos dio fuerza y esperanzas durante esos tiempos inciertos y duros», confiesa. No tardó en comprender su grandeza: «Es Joaquín en estado de gracia soltando gloria por los trece cortes del disco con su flamante nueva voz ronca, sin tapujos. Creo que en este trabajo Sabina encontró su voz como cantante y apuntaló su fraseo. No sé si es su mejor disco, lo que sí sé es que es el que yo más he escuchado. Así empezó el siglo XXI Joaquín, saliéndose de la tabla. Veinte años después sigue siendo un disco de referencia a todos los niveles. Y creo que lo seguirá siendo en posteriores fechas señaladas de cifra redonda. 500 noches no fueron suficientes para aprender a olvidarme de este disco. Por lo que a mí respecta, ni 500 años lo serían. De esto estoy seguro. Gracias por tanto, Joaquín. Por mí y por todos mis compañeros».
Al escritor Montero Glez, 19 días y 500 noches le transporta directamente a su debut literario: «Recuerdo que acababa de publicar mi primera novela, Sed de champán, y que estaba de promoción, haciendo radios y televisiones a tutiplén. La novela se desarrollaba en ambientes rumberos y la música de Bambino tenía un especial protagonismo en mi relato. En una de aquellas idas y venidas del hotel a la radio y de la radio al hotel, el conductor del coche que me llevaba y me traía iba escuchando lo nuevo de Sabina. Fue entonces cuando me di cuenta de la conexión de mi relato con aquel disco tan “bambinero”, o mejor, fue entonces cuando me di cuenta de que, con Sed de champán, había conectado con el tiempo presente; un tiempo que ya es pasado, pero del que aún conservo su resaca».
Eran otros tiempos, tiempos en los que «un amante de las canciones podía escuchar la radio más comercial y encontrarse auténticas joyas», reflexiona el músico leonés Fabián. Se acuerda de cómo llegó a aquel disco de Sabina: «Mi hermano compró el cedé poco después de que saliese, y fue entonces cuando descubrí el resto de las canciones del disco. Todas estaban a un altísimo nivel, igual que el single, pero ya entonces, con mis 18 o 19 años, me di cuenta de que “De purísima y oro” era una de las mejores canciones que había escuchado en mi vida. Veinte años después sigo pensando lo mismo». Aún más, tras haber leído la obra de Juan Puchades, Sabina fin de siglo, en la que se desgrana y analiza en profundidad cada detalle de la creación y publicación de 19 días y 500 noches: «He disfrutado especialmente con las explicaciones acerca de la grabación y la producción en el estudio, además de las declaraciones de Joaquín sobre el proceso compositivo de cada canción. Eso, para alguien del gremio, es oro puro».
Al periodista Julio Valdeón, que escribió la imprescindible biografía Sabina. Sol y sombra desde el mismo corazón de Nueva York, este disco de Sabina le arranca de la Gran Manzana de un plumazo. Y le lleva hasta aquí: «Verano del 99. Estoy en Madrid, barrio de Argüelles, donde Neruda tuvo la Casa de las Flores, “¿Te acuerdas, Rafael? / Federico, ¿te acuerdas…?”, en las postrimerías pegajosas, agónicas, de una relación que por decirlo con el Woody Allen de Annie Hall era ya un tiburón incapaz de nadar. O sea, una relación muerta. No por la violencia del despecho o la acidez de la inquina. Muerta de fastidio. De confianza transformada en hábito y el hábito en bostezo. Entonces, una tarde, puse la radio. Sonó una guitarra afónica. Sonó una voz. Alfombrada con todo el alquitrán posible. ¿Sabina? ¿Aquella especie de J.J. Cale cruzado con Louis Armstrong afónico pertenecía a Joaquín Sabina? Pues sí, y además escucha. Atiende a esa letra. Prodigiosa. Veloz. Enamorada y bronca. Dulcísima y suicida. Ni una palabra sin su correspondiente dosis de veneno. Y el estribillo, dios mío, el estribillo. ¿Cuánto coño dura ese estribillo? ¡No acaba nunca! ¡Sube y sube y sube como un globo aerostático empapado de azules! Y el sonido. Natural, seco, despeinado. Imperfecto, al fin imperfecto. Libre de la letal limpieza. Abrazado a las virtudes de los Stones. De los Rolling Stones que valen. De los de Muscle Shoals y Nellcôte. Amarrado a los evangelios del blues y el country, el flamenco, la rumba, la ranchera y el tango. Géneros que necesitan mierda entre las juntas, grasa, barro y sangre». Esa forma de escribir, de musicar, de cantar, de ver la vida, le impulsó a derramar su prosa ágil, desbordante y adictiva sobre más de 500 páginas dedicadas a la obra de Sabina, y aun así, se quedó extasiado con el monográfico sobre el disco que publicó Juan Puchades: «El resultado es mucho más que un libro de música, sobre música o para aficionados a la música. Es un mapamundi del arte que importa. Una brújula para navegarlo. El mejor homenaje posible, dolorosamente honesto y limpio, a un disco que mejora con cada cumpleaños».
En 1999 Marwan tenía 20 años. Estaba al borde de asomarse a los círculos de la canción de autor, minutos antes de empezar a desfilar con su guitarra por pequeños bares de Madrid. Ahora, que ya acumula un buen número de álbumes y escenarios, opina que 19 días y 500 noches carece de rival. «Es el mejor disco de la historia de España, título que a mi modo de ver solo le puede discutir Mediterráneo de Serrat», sostiene con rotundidad. «Es tan bueno que a día de hoy nadie ha sido capaz de imitar su estilo, ni de conseguir acercarse mínimamente a escribir algo parecido a esos textos tan brillantes. Ninguno podemos», dice. «La primera vez que escuché la canción que le da título, con esa novedosa voz, con ese estribillo marciano e infinito a la vez que absolutamente genial y pegadizo, no daba crédito. Sabina había creado el antisingle con el que asaltó las estaciones de radio arrasando en las listas, algo que no ha vuelto a repetirse en la música de nuestro país. Nunca se vieron canciones tan largas que te dejaran con tantas ganas de más. Fue absolutamente revolucionario. Ningún otro álbum en nuestro idioma reúne tanto talento en su apogeo ni tiene unas letras tan completas, ingeniosas, inteligentes y profundas. El grado de maestría alcanzada en la lírica del mismo y la conjunción de cada letra con su voz mostrándose por primera vez sin maquillaje, áspera y rota, junto a las melodías inolvidables, hacen de las 13 canciones una colección imprescindible para entender la música en español». Cada canción, afirma, tiene la producción adecuada para hacerla brillar. Por eso cree que «Alejo y Sabina fueron una combinación milagrosa y única que no se ha vuelto a repetir, ni entre ellos, ni a nivel individual».
Marwan ha pensado mucho sobre ese disco. Ha devorado con avidez el libro Sabina fin de siglo para comprender su grandeza. Y ha llegado a una conclusión: «Ninguno ha conseguido en su parcela particular otro disco con la calidad arrolladora de este. La cima poética que alcanzó Sabina lo encumbró como el trovador definitivo del siglo XX, convirtiéndolo sin discusión en el perfecto cronista sentimental de la España que va desde la posguerra al fin de siglo, desde Manolete hasta Marichalar. No sobra ninguna canción, las hay de todos los colores tanto rítmica como melódica y letrísticamente; hay drama, autobiografía, historia, ficción, ironía, homenajes, bares, clubs de carretera, ternura, desamparo y sabiduría a partes iguales». Llegado a este punto, descubre todas sus cartas: «No se me ocurre otro álbum que pueda adorar más que este, un disco redondo y glorioso que esta semana cumple 20 años manteniendo plena vigencia. Un disco que difícilmente encontrará rival en los próximos veinte».
Por fortuna, y a pesar del aplauso público, Sabina mantiene a raya su ego. Y eso lo saben sus amigos, entre los que se encuentra el escritor Felipe Benítez Reyes, imprescindible compañero en sus veranos calurosos y poco madrugadores en Rota. Él descubrió el disco por televisión: «Recuerdo que lo primero que supe de ese disco fue por un telediario en el que dieron la noticia de su aparición. Pusieron el vídeo de la canción que le da título. Me sorprendió que la voz de Joaquín estuviera tan sin maquillar. Sin filtros, tan potentemente áspera y envolvente. Tan al desnudo. Cuando lo normal consiste en edulcorar las canciones, aquello era de una valentía tremenda, y lo curioso es que esa temeridad fue una de las claves de su éxito. Como si la afición hubiera sabido entender ese disco como lo que es: una especie de esencia destilada de Sabina», dibuja, y casi inconscientemente volvemos a ese vaso de güisqui que tan bien encaja con la imagen del músico de Úbeda. Benítez Reyes admite sin tapujos que es una obra maestra, aunque matiza: «No diré que la obra maestra de Joaquín, porque él tiene muchas obras maestras en todos sus discos, pero sí tal vez un punto de inflexión. Una apuesta inesperada. La producción es impecable, repleta de matices en los arreglos. Creo, no sé, porque Joaquín no habla nunca en privado de sus canciones ni de nada que se les parezca, que es un disco que incluso le gusta a él, que ya es decir». Y ahí, entrelíneas, desvela lo exigente que es el propio Sabina.
Quizá no regodearse en su propia grandeza es el mejor antídoto para mantener los pies en el suelo. Y para ello, es importante admirar más al resto que a uno mismo. Por eso es interesante la sutileza final que nos transmite el escritor Javier Rioyo: «A Sabina, como a García Márquez, le hubiera gustado escribir “Pedro Navaja”, como no lo consiguió tiró de historia lírica, real, irreal, de nocturnidades y alevosías y le salió esta popular y gran crónica sentimental de nosotros en una de aquellas noches sin tanto gatillo. Oda a pesar de los whiskis, los cigarros, los canutos y otras aspiraciones de antaño». Pero está claro que no fue un golpe de suerte: «Una buena noche la tiene cualquiera. Lo que es más difícil conseguir una canción como “19 días…” que nos sigue acompañando así que pasen 20 años. Y lo mejor de todo, seguirá viva en las ferias y fiestas de los pueblos, capaz de superar el canto de las chochonas, sirenas de la España cañí que también necesita himnos, como si nos perteneciera a todos este “cara al amanecer” que un día le salió verbenero y eterno a mi amigo Joaquín». Veinte años después, 19 días y 500 noches nos devuelve a nuestro yo de 1999 de un plumazo. Tal vez algunos necesitemos ya un lifting. El disco, no.