091 «sacuden» los cimientos de la Alhambra

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«Por muchos años y conciertos que pasen, el respeto, la entrega y el listón nunca bajan un ápice en el seno del quinteto»

Junto a la emblemática torre de la Vela: ahí desplegaron su rock poético y afilado 091, dentro del ciclo 1001 Músicas-Caixabank que se celebra en el Teatro Generalife de la Alhambra granadina, en una noche para no olvidar. Allí estuvo Arancha Moreno.

091
Ciclo 1001 Músicas-CaixaBank, Teatro Generalife, Granada
15 de septiembre de 2023

Texto: ARANCHA MORENO.
Fotos: MIGUEL ÁNGEL MOLINA.

«¿Qué demonios es ese estruendo?», se pregunta Isabel asustada, interrumpido su sueño en mitad de la noche. Con ligereza, se desliza sobre el frío suelo de la habitación y se acerca a la ventana. Es al abrirla cuando se despliega, con toda su furia, una tormenta eléctrica que no proviene del cielo, sino de los jardines de palacio. La reina no puede entender qué diabólico invento emite semejante estruendo, rompiendo la calma y el silencio solo acompasado por el borboteo del agua que discurre en cada rincón de la Alhambra.

Esa furia eléctrica que atraviesa el tiempo son los Cero tocando “En el laberinto” y “Sigue estando Dios de nuestro lado”, desbocadas las guitarras de los hermanos José Ignacio y Víctor Lapido y comprobando que el teatro del Generalife también ofrece una buena acústica para el rock and roll. Han pasado muchas décadas hasta que ese escenario, habitual de ciclos de danza y música clásica, se ha abierto al espectro rockero, mérito definitivo del ciclo 1001 Músicas-Caixabank que se celebra estos días allí. Por eso es más que comprensible que José Antonio García, frontman de 091, dé las buenas noches asegurando que «estar aquí es un sueño». Un sueño para el que han diseñado un repertorio que recorre todas las vértebras de la historia del grupo de rock más querido de Granada, contundentes al encarar “Vengo a terminar lo que empecé”, con esos chispazos a lo T. Rex, o la ácida “Zapatos de piel de caimán”.

Con las previsiones meteorológicas completamente en contra, incluso buscando una posible segunda fecha si la noche acababa pasada por agua en los bellísimos jardines del Generalife, la única tormenta que cayó fueron los Cero en formato eléctrico. Más wéstern que nunca en “El baile de la desesperación”, cabalgando las guitarras sobre la base apuntalada por Tacho González y Jacinto Ríos, y más templados al recuperar un tema que habitaba un largo letargo, “Los cuernos del caracol”, que no tocaban desde la gira de Debajo de las piedras, a finales de los ochenta. Con sus naves ardiendo más allá de Orión o poniéndonos a todos a bailar al ritmo de “Condenado”, jóvenes, mayores y niños siguen la estela del sinuoso Pitos, siempre serpenteante en sus movimientos. Al público le cuesta mantenerse sentado mientras contempla la descarga del quinteto delante de una preciosa arboleda iluminada en rojo. No, no hay mejor decorado posible que un jardín centenario, alejado de la ciudad y de cualquier otro ruido que entorpezca el poder de una buena canción.

Estoy sentada junto a la tercera García Lapido, la única hermana que no toca ninguna eléctrica. «Ni la pandereta», dice entre risas, mirando orgullosamente al escenario flanqueado por sus dos hermanos. «Qué bonita es esta canción con Amaral», me susurra, y no puedo estar más de acuerdo: la versión de Eva y Juan es una de las mejores de toda la discografía de los Cero. Hoy, “La noche que la luna salió tarde” me eriza la piel con sus versos de arranque, que siempre me parecieron absolutamente conmovedores: «Me tumbé en el suelo solo para oír crecer la hierba / y hacia mí vinieron todos los sonidos de la tierra». Apela a una conexión terrenal y humana, que tantas veces perdemos absortos entre pantallas, mientras tiñe los jardines de un blues envolvente, que acaricia como la brisa nocturna que empieza a correr en esta noche sin luna.

No han venido mis dos periodistas favoritos de Granada y siento su pesar al otro lado del teléfono, insuflándome fuerza para recoger los ecos de una cita histórica y que no se pierda entre la bruma. Entre la multitud veo a Antonio Arias mirar con interés al escenario mientras tocan “Otros como yo”. Cuando un ex viene a verte, es que todo terminó razonablemente bien. Las navajas afilan el último rayo de sol, poéticamente hablando, mientras la gente se pone de pie, como hará con la contagiosa “Al final” y cada vez que el Pitos saca de paseo la armónica. Alguien se viene tan arriba que grita «Los Cero al Bernabéu». Me pregunto si en el escenario habrán oído algo, pero allí están especialmente concentrados, con la presión extra que supone acometer una gran cita escénica como esta. Por muchos años y conciertos que pasen, el respeto, la entrega y el listón nunca bajan un ápice en el seno del quinteto.

«No se puede fumar en la Alhambra», le espeta una vigilante a uno de los asistentes, que está tan conectado a las viejas liturgias del rock and roll que se ha olvidado del lugar histórico en el que está escuchando “Un cielo color vino”. Allí, el único humo que se consiente lo exhalan las máquinas del escenario. Tras la angelina “Leerme el pensamiento” surge una invitada inesperada, la famosa “Venus”, que pululó con ese nombre durante mucho tiempo a pesar de llamarse “Un minuto de emoción”. Después llega “Si hay tormenta”, aunque, afortunadamente, no cayó ni una gota.

“La canción del espantapájaros” solo a guitarra, armónica y voz enterneció el corazón más rocoso

Lo ha contado más de una vez José Antonio: siempre que canta en algún escenario “La torre de la Vela” señala el lugar donde cree que puede estar, como una especie de brújula que le conecta a su tierra. «Hoy casi la puedo tocar», celebra, a sabiendas de que nunca interpretarán la canción en un lugar más especial que este. «Desde el escenario no se ve», comenta después del concierto José Ignacio Lapido, pero se intuye con tal fuerza que, al mirar a nuestro alrededor, casi somos capaces de dibujar la silueta de la Alhambra rompiendo la oscuridad de la noche.

Ha pasado hora y media y la reina Isabel no se ha movido de la ventana, descifrando el hechizo de unos códigos y un lenguaje que viaja a través de los siglos. Sucede especialmente cuando llega “La canción del espantapájaros” solo a guitarra, armónica y voz, una bellísima versión acústica que enterneció el corazón más rocoso antes de enfilar «Nubes con forma de pistola», que nació acústica y murió eléctrica. Los Cero salen y entran un par de veces al escenario mientras disparan sus últimas balas: “Esta noche”, “Qué fue del siglo XX”, “Este es nuestro tiempo”… y un “Huellas” que suena más rabiosamente punk que nunca, para espasmo de doña Isabel. Alguien tendrá que explicarle mañana quién era ese tipo que sacudía las maracas como Machín moviéndose con la agilidad de Jagger, y quiénes eran esos otros que prendían chispas a las seis cuerdas. Quién aporreaba la batería con una seguridad a prueba de bomba, quién apuntalaba con firmeza el bajo. Tal vez, cuando baje a desayunar al salón principal de palacio, alguien pueda contarle la intrahistoria popular granaína de la bala de despedida, “La vida qué mala es”. Pero ahora regresa a la cama, esperando como el grupo que al día siguiente no suceda como en aquella canción: «No puedo recordar jamás cómo acaban los sueños / después de despertar se desvanecen y los pierdo».

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