«La música popular, la que sonaba en las radiofórmulas, cambiaba la sociedad, la vida cotidiana de muchas personas, y era imitada por el cine y dejaba fuera de juego a la literatura»
Darío Vico reivindica una de las facetas menos tratadas de Juan Carlos Calderón, la de letrista. Sí, el letrista de temas para Mocedades que calaban en la sociedad de la época.
Una sección de DARÍO VICO.
Poco a poco, y con un poco de imaginación, esta humilde seccioncita se va convirtiendo en algo que echo un poco de menos, aquellas tertulias de tienda de discos en las que cada tarde se juntaban los habituales y menos habituales, olvidándose de todo lo que quedaba fuera (el colegio, el curro, las sucesivas crisis a partir de la del petróleo, las chicas… porque no había chicas en las tiendas de discos…) de aquellas cuatro paredes.
Me refiero a las tiendas pequeñas, de barrio (o de provincia, en su caso, que supongo que sería un poquito lo mismo) a la que las novedades para enterados llegaban con cuentagotas, pero regularmente, y los discos se agostaban con los años en las paredes o las cubetas, y algunos eran ya como de la familia y te tirabas años metiéndolos y sacándolos pero nunca te los acababas por llevar… Aquellas tiendas en las que el tendero de vez en cuando sacaba de la funda alguno de los incunables, bien para terciar en alguna discusión, bien por comulgar con los presentes, elevándolos a la categoría de cofrades, y lo pinchaba durante unos minutos mientras todos escuchaban respetuosamente antes de perorar otra vez sobre lo humano y lo divino que pudiera registrarse en un vinilo.
Supongo que esta semana habríamos hablado de Juan Carlos Calderón. El rockero de base de la reunión habría dicho que era un hortera, el enterado que era un músico de jazz de prestigio subterráneo, y yo que me encantaban sus canciones porque eran las favoritas de mi madre y las escuchábamos juntos casi a lágrima viva, y eso te marca por muy siniestro que te hagas luego.
Hay una cosa que me llama poderosamente la atención de la obra de Juan Carlos Calderón. Supongo que muchos le reivindicarán como hombre de jazz, muchísimos como productor, bastantísimos como compositor y yo especialmente como lo que creo que era una faceta secundaria en su carrera, la de letrista. Especialmente en su trabajo para Mocedades, para quienes escribió las mejores canciones de su carrera, que a su vez son algunas de las mejores de la canción melódica española, el género, en el que nos guste o no, hemos marcado la diferencia en el último medio siglo y el que por ende ha marcado a la mayoría de nuestros compositores de primera línea contemporáneos, que por mucho que se escondan bajo las alas de Tom Waits, Tim Buckley o sansuputamadre, a quien de verdad le deben lo poco que les diferencia de sus émulos anglosajones es lo que de pequeñitos mamaron de Calderón, Blanes, Perales, Pardo o Manuel Alejandro…
Por cierto, qué curioso que dos de esta lista estén considerados gafes de campeonato… ¿Otro prejuicio más o casualidad?
Pero perdón, volvamos a Calderón. Juan Carlos dominaba casi todos los resortes necesarios para darle a sus producciones un toque contemporáneo, melodramático y épico, eso sí, muy personal y de este lado del non plus ultra. En ese sentido, quizás con Jean Claude Vannier y el tándem Battisti & Mogol, cada uno en lo suyo, representa lo mejor de Europa frente a la armada invencible de los Bacharach y Jimmy Webb (aunque un pulso entre Calderón y Webb, canción contra canción, es todo un ejercicio de estilo y resistencia).
Bueno, sigo; Calderón era sobre todo un músico, pero supongo que en algún momento se vio obligado a escribir letras, lo que en un hombre de jazz tampoco es habitual. El caso es que lo hacía bastante bien, y más allá de la de ‘Eres tú’, que a él particularmente no le gustaba mucho (y tampoco es mi favorita, aunque reconozco que como canción es aplastante), se dejó inspirar por un status quo que se resquebrajaba y pergeñó un retrato de la «nueva mujer» que en los últimos años del franquismo rompía con los tabúes de la principal de las represiones, la de los propios sentimientos, y admitía algo que no es fácil de tragar: que era infeliz con lo que habían convertido su vida y que, con o sin posibilidades para rebelarse (el divorcio, por ejemplo, aún tardaría unos años y a una esposa se la podía denunciar en cualquier comisaría por abandono del hogar) sabía que la estaban tomando el pelo.
Aquellas protagonistas de las canciones de Calderón para Mocedades, sobre todo las de ‘Secretaria’ y ‘Tómame o déjame’ significaron para muchas mujeres de principios de los setenta todo un ejercicio de sinceridad que acabó culminando en una liberación mucho más real que la que proponían las feministas de la época, porque lo primero que necesitaban era un ejercicio de sinceridad. Hasta entonces las protagonistas de las grandes canciones de la música popular española, en la que se refugiaban fregonas y modistillas, amas de casa y mecanógrafas, eran protagonistas de historias y amores extremos, en muchos casos suripantas beatificadas por su sacrificio sentimental que protagonizaban historias de amor eterno y tremendo en las que era muy fácil identificarse y sublimarse, pero absolutamente inviables en la vida cotidiana…
Pero en aquellas canciones de Calderón la cosa cambiaba. Fijaos; solo unos pocos años antes de que Calderón escribiese ‘Secretaria’ y la convirtiese en éxito Mocedades en 1975, Pedro Lazaga había rodado “Las secretarias”, en la que una panoplia de venerables muchachitas y señoronas, de las muy pop Teresa Gimpera y Sonia Bruno a las muy camp Rafaela Aparicio y Florinda Chico representaban el imaginario femenino de lo que suponía trabajar ocho horas diarias hasta que un apuesto trajeado o al menos un honrado oficinista te retirara a las labores del hogar y la maternidad. La «secre» de Calderón, encarnada por Amaya Uranga, le había parado los pies y eso solo le había valido para convertirse en su testaferro sentimental, en la mujer que –un poquito enamorada– engañaba como cómplice a la misma Amaya que encarnaba a su vez a la protagonista de ‘Tómame o déjame’.
Hoy pueden parecer dos canciones fuera de la realidad, pero entonces eran una confrontación directa con la misma, en un momento en la que muchas estructuras, y no solo las políticas y sociales, se resquebrajaban. Las mujeres de los primeros setenta aún tenían que plegarse a un credo de convivencia marital que exigía que directamente se hicieran las idiotas y se dieran con un canto en los dientes simplemente porque sus maridos metieran la soldada en la cuenta (a la que no tenían derecho a acceder sin su autorización, eso sí) todos los meses. Llegaran o no pronto a casa, la mesa puesta y la sonrisa en la cara también. Pues no, esas canciones empezaron a dejar claro que eso se había acabado, y aquello fue más importante que la llamada a la resistencia pasiva (o la fuerza de la verdad) de Ghandi.
Quien repase la Constitución del 78 (de unos años después de estas canciones) reparará en la cantidad de artículos dedicados a las libertades individuales que a día de hoy nos parecen obvios. Y es que entonces no lo eran tanto. Es muy curioso que estadísticas de la época cambien la idea «festiva» que a principios de los setenta tenía la España «de la calle» del divorcio. Todos los chascarrillos imaginaban a unos señores de cuarenta y tantos años corriendo a los juzgados a librarse de la propia mientras les esperaba en el coche una mocita liberada recién salida de las canciones de Brincos y Bravos y que por alguna razón veía en ellos a un adonis de mediana edad. En realidad, fueron muchísimas las mujeres que, hartas de “besos culpables en la frente” y de hacerse las dormidas como habían escuchado en canciones como las de ‘Tómame o déjame’, se liaron la manta a la cabeza y mandaron a sus señores maridos a freír gárgaras.
Aquella pequeña revolución (en la que Calderón estuvo acompañado por otros compositores, por supuesto, como Mari Trini y muchos más, y en la que Calderón fue afortunado de gozar de una encarnación vocal y física tan rotunda como era Amaya) tuvo un equivalente poco después, que fue la creación del «nuevo hombre», inseguro, quebradizo y, al fin y al cabo, humano que, por ejemplo, protagonizó las canciones de José Luis Perales o Pablo Abraira. Un hombre que provocó verdadero asombro al otro lado del charco (donde la dignísima manera de llevar los cuernos del protagonista de ‘¿Y quién es él?’ resultaba absolutamente incomprensible a no ser que una vez resuelta la duda hubiera un asesinato de por medio) pero que aquí reflejaba al que se estaba abriendo camino en una nueva España real y cotidiana, la que por otra parte encarnaban en el cine actores como los reconvertidos José Sacristán y Alfredo Landa en aquellas películas de Garci, “Asignatura pendiente” y “Las verdes praderas”.
Qué grande, aquellos momentos en los que la música popular, la que sonaba en las radiofórmulas, cambiaba la sociedad, la vida cotidiana de muchas personas, y era imitada por el cine y dejaba fuera de juego a la literatura (entonces, creo, atrapada en el realismo mágico o algo así). Creo que todo ese desencanto vital lo quiso remedar luego la generación encabezada por La Buena Vida, Le Mans o Family, y sinceramente, no es por jorobar, pero creo que sin éxito. Creo que se equivocaron de interlocutores. A diferencia de aquellos hombres y mujeres de los setenta, atrapados en una vida cotidiana vulgar, de croquetas recalentadas y cerveza en casa o en una cafetería con sillones de skay, de fines de semana que no terminaban nunca pese a que eran lo que supuestamente esperabas de lunes a viernes, de sueños interferidos por la realidad, los chicos modernos de las gafas de pasta siempre creyeron que esa tristeza modorra que les consumía era chic, era lo que les hacía diferentes de la chica cani del asiento de al lado del autobús que se peleaba a gritos con su novio por el móvil, y que recibía la llamada de reconciliación anunciada por un politono de Carlos Baute.
Y en realidad, Calderón lo sabía, la tristeza es nuestra Pangea, el único territorio común. Y por eso las canciones de desamor son el único himno común a toda la humanidad.
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