“Aquí no hay contienda, solo público rendido ante el mayor mito de la canción en castellano de las últimas décadas, en forma a sus 68 años, negándolo todo para abrir boca”
Joaquín Sabina
Plaza de Toros, Valencia
4 de julio de 2017
Texto: JUAN PUCHADES.
Fotos: ADRIÁN CASTELLÓ.
Hace tiempo, mucho, que las giras de Joaquín Sabina son como un paseo triunfal. Con entradas agotadas allí por donde recalan y con el público predispuesto de antemano a disfrutar de una gran noche con canciones que también son suyas. Así que cuando aparece en escena, ya está. El efecto Sabina se ha desplegado y, como Julio César, podría decir aquello de “Veni, vidi, vici”. Vine, vi y vencí. Aquí no hay contienda, solo público rendido ante el mayor mito de la canción en castellano de las últimas décadas, en forma a sus 68 años, negándolo todo para abrir boca, y uno diría que en esos primeros minutos con los ojos brillándole más de lo que cabría esperar en quien arrastra tras de sí tantos miles de conciertos.
Tras negarlo todo, y siguiendo el guión previsto, la primera parte del concierto presenta siete temas del nuevo disco, ese que tanto se ha hecho de rogar. Sabina lo explica y bromea con ello, asegurando que tras la “tortura” de las nuevas canciones, ya vendrán otras, consciente de que el respetable está allí, mayoritariamente, para escuchar eso que podríamos definir como “las de toda la vida”. Se agradece que aunque solo en parte renuncie al desfile de éxitos del pasado. Pero, cuidado, que la gente conoce bien las nuevas y las canta y celebra, especialmente ‘Lo niego todo’ y ‘Lágrimas de mármol’, aunque aprovecha ‘¿Qué estoy haciendo aquí?’ (que en directo sigue los arreglos fallidos del disco. En el pasado hubo reggaes mucho mejor resueltos) para charlar: sí, de pronto un murmullo generalizado envuelve a la grada, que utiliza esos minutos como si fueran un anuncio de la tele y se pone a hablar de sus cosas, tanto que logra que la música quede en segundo plano. Quizá Sabina y los suyos deberían reflexionar sobre la idoneidad de incluir esta canción (junto a ‘Churumbelas’ las dos menos cuajadas de “Lo niego todo”) y no, pongamos por caso, las emocionantes ‘Leningrado’, ‘Canción de primavera’ o ‘Por delicadeza’, pero quizá no aporten el deseado ritmo para el directo.
La parroquia regresa al concierto con ‘Lagrimas de mármol’ y ‘Las noches de domingo acaban mal’, que marcan el fin de la primera parte (las otras que han caído del disco nuevo son ‘Quien más quien menos’, ‘Posdata’ y ‘No tan deprisa’), con Sabina yendo a buscar un nuevo bombín y dejándonos con Mara Barros, que se canta con su chocante expresividad y gestualidad habituales ‘Hace tiempo que no’, con letra de Sabina. Sigue el imprescindible Pancho Varona, haciéndose cargo de la vibrante ‘La del pirata cojo’, regresa Sabina y va a por “Una canción para la Magdalena” y “Por el bulevar de los sueños rotos”. Barros saca a la Rocío Jurado que lleva dentro y ataca la copla de rigor. Momento en que uno se pregunta si lo que esperamos en un concierto de Sabina son los modos de Jurado o una lectura coplera menos ortodoxa y folclórica y más en consonancia con el sonidazo de esta estupenda banda de pop y rock. Llega “Y sin embargo”. En todo caso, que nadie diga que se aburre en un concierto de Sabina.
Como no estamos en Madrid, nos escamotean ‘Yo me bajo en Atocha’, pero, por lo demás, el guión se ciñe a lo escrito. Y se entiende. Se entiende porque debemos comprender que esto es un espectáculo con todo medido, con esas pantallas gigantes con proyecciones ad hoc para cada tema y que, también, permiten que “quien más quien menos” pueda ver hasta el último detalle de lo que sucede en el escenario. Lejos quedan aquellos conciertos en esta misma plaza (“el coso de la calle Játiva”, en sus propias palabras), cuando, sin pantallas ni escenografía alguna, a cierta distancia no se veía nada de lo que pasaba en escena y, sin sillas en la arena, la multitud agolpada en el ruedo levantaba nubes de polvo. Ahora Sabina es patrimonio de nuestra cultura popular, artista intergeneracional —hasta hace seis meses habríamos dicho transversal, pero intuyo que el “palabro” ya ha vivido sus diez minutos de éxito— y hace tiempo que lo entendió, como lo entendieron los cerebros musicales de la operación, Varona y Antonio García de Diego, manteniendo el equilibro para que el show pueda interesar a públicos de toda condición: el rockero, el cantautoril, el que consume música sin mirarle el diente, el joven, el maduro e, incluso, el anciano, el de la camiseta, el del polo, el que se pone el bombín comprado en el «merchandising» y el que no se lo pondría ni bajo amenaza, el que viene a cantar y el que viene a escuchar, que de todo se ve en sus recitales. Algo complicado de manejar, de ahí que haya que asumir el tipo de conciertos que ofrece un grupo versátil, robusto en ocasiones, elástico en otras, contenido cuando conviene y siempre trabajando por el espectáculo para todos los públicos, porque para ponerse al servicio de la canción están los discos y los teatros (ay, Joaquín, ¡cómo te añoramos ahí!), no las plazas de toros.
Un grupo que incluye a músicos de primer nivel (“mi familia”, los presenta Sabina): además de los mencionados completado por Jaime Asúa (guitarras), Laura Gómez Palma (bajo), Pedro Barceló (batería) y Josemi Sagaste (saxo, acordeón). Y delante un Sabina que anoche se mostró pletórico de voz, claro que dosificando las pausas, cediéndole el testigo a, como hemos comentado, Varona y Barros, pero también a Asúa (fantástico en ‘Seis de la mañana’) y García de Diego (con el emotivo color de su voz en ‘Ni tan joven ni tan viejo’). Sí, Sabina se dosifica a lo largo de las dos horas de concierto, pero muestra que no todo son las letras (esas que provocan que algunos versos sean aplaudidos por el respetable), que tan importante como ellas son las músicas que las ponen en pie y el modo de cantarlas, y en eso, pese a los trillones de bromitas a lo largo de los años sobre su voz, es un maestro, un cantante con autoridad, expresivo, que sabe divertir (aunque hace tiempo que abandonó las canciones satíricas) tanto como conmover, que dice y transmite, que remueve tripas.
Solo al final (tras haber caído unas cuantas canciones más: ‘Ruido’, ‘Peces de ciudad’, ‘19 días y 500 noches’, ‘Aves de paso’, ‘Noches de boda’, ‘Y nos dieron las diez’), uno tiene la sensación de que durante ‘Princesa’ (en su lectura rock) a Sabina le puede el agotamiento, tal vez que le falta el aire, es solo un instante, pero lo bueno que tienen las pantallas gigantes también es lo malo: detalles así quedan expuestos. Quizá por ello, al acabar la canción (que finaliza Jaime Asúa en la voz solista) la banda se agrupa, saluda y se despide. Únicamente Pancho se demora, y abandona el escenario con parsimonia, tocándose el corazón en señal de agradecimiento. Sabe que su trabajo es ese, en el que lleva treinta años, el de interpretarlo todo y reaccionar para cubrir a su socio, a su amigo. Porque hay sorpresa final: suena la música de ambiente y aquello ha terminado, no hay bises. El guión previsto se ha roto: ‘Contigo’ y ‘Pastillas para no soñar’ no sonarán esta noche. Una pequeña parte del público no lo entiende y lo hace saber: el problema de mantener un espectáculo milimetrado es que los hay que conocen el repertorio de antemano, y el que no lo conoce quiere un bis (por engañoso que sea, que siempre lo son). La mayoría desfilamos hacia la salida.
Es muy posible que Valencia le haya gastado una mala pasada a Sabina. Porque he visto a músicos, con treinta años menos que él, bajar del escenario (pongamos por caso en la explanada de Viveros, y también en el mes de julio) cagándose en todo, contrariados y asfixiados, sin poder respirar, vencidos por la humedad de la ciudad. Porque no es el calor, es la humedad, que bajo los focos se torna infierno.
Y uno, mientras regresa a casa va pensando en lo vivido esta noche y en conciertos de Joaquín Sabina del pasado (en esta misma plaza, a la que volverá el 20 de septiembre), cuando (parecía que) había margen para la locura, cuando todo era a tumba abierta. Pero, claro, las circunstancias eran otras, su dimensión distinta, los equipos y la escenografía no tenían nada que ver. Sabina era más joven, pero qué leches, es que él y nosotros teníamos veinte o treinta años menos. Y al final, lo que queda, lo que permanecerá en el recuerdo, es la convicción de haber asistido a otro gran concierto, de los que por un rato han hecho que el mundo quede olvidado.