Operación Rescate: Días de Vino y Rosas

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Operación Rescate: Días de Vino y Rosas

Días de Vino y Rosas
Días de Vino y Rosas
BMG Ariola, 1991

 

Texto: JOSEMI VALLE.

 

Días de Vino y Rosas fue un grupo de Zaragoza. Nació en 1987, fichó por Ariola en el 90, publicó su debut en 1991, despertó serias expectativas de banda con futuro luminoso en el 92, y feneció súbita e injustamente en 1994. A día de hoy el grupo estaría hibernando en la anónima nada de no ser porque su guitarrista y uno de los compositores fue Juan Aguirre, de Amaral. De hecho, en el último trabajo de Amaral, Gato negro, dragón rojo, versionan la canción más popular de Días de Vino y Rosas, la depresiva pero nostálgicamente hermosa “Biarritz”. El primer single del disco que hoy cartografiamos. Empecemos.

En el historial de Días de Vino y Rosas sólo figura un álbum de título homónimo publicado en septiembre de 1991. Efectivamente la banda sólo editó ese disco (aunque existe una codiciada maqueta de 1993 que atesora lo que hubiese sido íntegramente el segundo), pero ese álbum alcanza el rango de obra inapelable. Formaban el grupo Gonso, guitarra y voz, una voz muy sugerente y magnética, sin poso académico ni virtuosismo, pero cálida y envolvente; Juan Aguirre al mando de una guitarra que matiza y solemniza cada instante; y la pálida Blanca García al bajo y voces. Nada más escucharlos intuías personalidad, discurso propio, veracidad, un universo inteligente con poso gótico pero sin pretensiones vanas. Hacían un pop vigoroso, muy británico, que vetaba cualquier aproximación a los territorios del rock gremial, pero que ejercía de loable contraposición al concepto de pop pusilánime e insustancial que divulga la radiofórmula.

Las canciones chorreaban nihilismo, pesadumbre, retratos pesimistas, amargura, aspereza esteparia. Eran exploradores de la zozobra, la devastación anímica, la abulia de vivir. Todo estaba monopolizado por el desasosiego (“hay miedo a no saber dónde estarás mañana”), el hastío (“corazones desgastados, doble derecho a morir”), el alma ulcerada por una realidad que no coopera (“no importa que traerá el futuro, no hay corazones para destrozar”), la misérrima autoestima, la relación autodestructiva (“soy enemigo de mí, enemigo hasta morir”), la sobreabundancia de malsana introspección (“te has acostumbrado a esconderte en tu corazón y quieres atrapar la verdad”).

El epicentro temático era el amor entendido como una dialéctica de exultación y desertización, una relación pendular entre el apogeo de la carne y la desolación sentimental. Retrataban el amor como un juego de depredación emocional, una invitación al autoanálisis que deviene en mortificación, un duelo entre las pulsiones básicas y las exigencias del raciocinio. Lograban describir paisajes emocionales realmente complejos sin necesidad de recurrir a ninguna adiposidad lírica ni a nada enfático ni ampuloso. Los presentaban envueltos en una estética doliente, pero sin grandilocuencia poética ni lirismo almibarado.

El álbum no necesita tiempo de cocción. Arranca borboteando con una canción que deja entrever el suicidio como salida de emergencia a una vida hastiada (“Biarritz”). Continúa con el autodesprecio y la devaluación de uno mismo (“Enemigos”), el pavor al vacío cuando el amor expira (“El único color en este mundo es el amor”), ofrece otra dosis de flagelación y ajuste de cuentas con nuestros fantasmas (“Dulce de Lis”), asfixia vital y temblor ante la germinación de un nuevo amor (“Vértigo”),  fotografía las tinieblas (“Malaventura”), incide en los estragos del amor y el paroxismo de los sentimientos (“Buscarás” y “Cartas de Bonjou”), se vuelve filosófico en la epicúrea e insurrecta “Círculos al sol”, y se despide astillando cualquier esperanza con “Corazones desgastados”. Es fácil inferir que no es el álbum más apropiado para regalar a algún amigo atormentado o con el alma infectada de vacío.

El disco ve la luz en 1991, pero intelectualmente el grupo y su obra podrían pertenecer al romanticismo alemán del XIX (no confundir con lo que coloquialmente se entiende por romántico). La poética del álbum se entrega al emblema del romanticismo, a ese “caótico hervor de sentimientos”. No sé si aquel dolor era autobiográfico, pero era creíble, verosímil, lo podías exportar a tu propia vida sin que te resultara artificial. Alguna tarde repito esa liturgia. Pongo el álbum y de mi piel para dentro empieza a ser otoño.

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