«Las suyas eran historias tan reales, duras y dulces a un tiempo como los personajes de las películas de Ford, Hawks o su propio amigo Sam Peckinpah»
Kris Kristofferson cumple 75 años, cifra redonda, para celebrarlo, Javier Márquez Sánchez nos cuenta de sus razones para admirar sin ambages a este cantautor de lenguaje diáfano.
Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Una noche pasaron por televisión «Fat city», esa obra maestra de John Huston nunca lo suficientemente reivindicada. Los cinco primeros minutos de metraje habrían de dejarme marcado para siempre. Era un tal Kris Kristofferson el que interpretaba una canción propia, ‘Help me make it throught the night’, acompañando a las imágenes de un puñado de perdedores anónimos que sin duda más de una vez habrían dicho a otra alma gemela –o habrían deseado hacerlo– eso de “ayúdame a pasar la noche”. La melodía sosegadora, la voz rasposa y pausada, casi narrativa, la guitarra desnuda, y sobre todo, esos versos desgarradores… Al día siguiente estaba rebuscando por las tiendas de segunda mano y me hice con tres vinilos de Kristofferson. Una de esas compras que cambian una vida.
En las canciones de Kris Kristofferson encontré mi gran referente literario. En aquella época devoraba cuantos libros caían en mis manos, y tras años volcado en la literatura de misterio, ahora andaba fascinado por la Generación Perdida americana y sus descendientes más o menos indirectos, desde Cheever y Bukowski a McCarthy o Carver. Y en eso apareció Kristofferson y empezó a contarme historias que, leídas sin música, eran cuentos tan contundentes y sensibles como cualquiera de Hemingway, tan mágicos como los de Steinbeck, tan desesperados como las historias de Fante. Con la salvedad de que Kristofferson era tan directo como los golpes que al parecer lanzaba cuando boxeaba mientras estaba en el ejército (hijo de general). En Kristofferson todo era lo que parecía. Nada de metáforas, alegorías y dobles sentidos. Nada de prosa refinada y labradas figuras oníricas. Al grano, tan natural, vulgar y universal como los sentimientos y personajes de los que hablaba.
Las suyas eran historias tan reales, duras y dulces a un tiempo como los personajes de las películas de Ford, Hawks o su propio amigo Sam Peckinpah, a cuyas órdenes rodó sus mejores cintas y quien le retiró la palabra tras enterarse de que Kris se había vuelto abstemio.
Su primer disco, «Kristofferson» (1969), reeditado al año siguiente como «Me & Bobby McGee», es un muestrario de piezas magistrales, mil veces versionadas, aunque nunca han sonado más auténticas como en la voz de su autor. ‘For the good times’, ‘Sunday morning coming down’, ‘Help me make it through the night’, la propia ‘Me and Bobby McGee’… Cuando las escuchas por primera vez, la franqueza de esas declaraciones en primera persona te fascinan, te transportan a la habitación donde esa pareja que acaba de romper hace el amor por última vez “por los viejos tiempos”, o a esa otra en la que dos personas se hacen compañía para no sufrir la soledad; te hacen sentir la resaca de un anodino domingo paseando por las calles desiertas de la ciudad, o te recuerdan que nada no es más que nada, pero al fin y al cabo es gratis.
Enganchado ya a su obra –cuando ‘Jody and the kid’, de su segundo álbum, logró hacerme llorar, supe que lo nuestro sería amor eterno–, cayó en mis manos una pequeña biografía con la que el barbudo de ojos de halcón terminó de seducirme. La de Kristofferson era una vida como la de cualquiera de esos personajes idealistas y perdedores natos retratados por los cineastas más «outsider» de Hollywood.
Fue entonces también cuando despejé la gran incógnita. ¿Cómo era posible que yo no hubiera escuchado nada de Kristofferson hasta entonces, pero sí lo hubiera visto en películas, la mayoría bastante banales y hasta cutres? La explicación estaba a comienzos de los ochenta, cuando el artista decidió apostar fuerte por su compromiso político y lanzó un par de álbumes que criticaban abiertamente la política exterior estadounidenses, que lo llevaron a engrosar las listas negras de las principales emisoras y promotores musicales. Aquello me encantó. Ya quedan pocos románticos suicidas de ese tipo.
Después, ya en los 90, de la mano de Don Was, llegó la recuperación. Poco después de que su amigo y maestro Johnny Cash afrontase su resurrección junto a Rick Rubin, Kristofferson hacía lo propio con Was, quien le dio un consejo clave, que dejase atrás los aires de estrella de rock, las bandas y los arreglos elaborados y apostase por la sencillez: el mensaje era lo importante. Y así nació el Kristofferson juglar de los últimos quince años, que se presenta ante el público a solas con su guitarra y su armónica, y prácticamente igual entra en el estudio de grabación.
Verlo en directo en San Sebastián, el pasado verano, fue una auténtica gozada; sueño cumplido. No importaba que su voz estuviese ajada en extremo, incapaz de alcanzar algunas notas o se quebrase en otras. A Kristofferson le ha ocurrido como a Chavela Vargas, que cuanto más imperfectas se vuelven sus voces más auténticas y estremecedoras resultan sus interpretaciones.
Kristofferson cumple ahora 75 años, y parece que su mente y su talento siguen tan lúcidos como de costumbre. Su trabajo más reciente contiene canciones que ponen de manifiesto que mira desde el final del sendero. Desde esa perspectiva habla de los amigos, de la familia, de Dios –que cambió por la botella; no podía ser perfecto–, de viejas injusticias (recuerda el incidente con Sinead O’Connor en el homenaje a Dylan en el 91) y de las posibilidades ilimitadas del amor.
En su gira más reciente está presentando canciones nuevas, por lo que es de esperar -y desear- que no tarde en publicar un nuevo álbum. En cualquier caso, su obra seguirá siendo siempre terriblemente actual, ya sea porque habla de un tema tan universal como es la relación entre los seres humanos —pareja y amigos— como por su defensa de causas y valores que no dejan de ser reivindicables. “No dejéis que los bastardos os depriman”, le cantaba a los que se oponían a la guerra en los 80, en los 90 y en la pasada década; a los revolucionarios sandinistas y las Madres de la Plaza de Mayo. Y supongo que, de volver por aquí, también entonaría esos versos para los integrantes del movimiento 15-M. El diablo de la lengua plateada sigue manteniendo ésta tan afilada como de costumbre.
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