«Si el Diego radiofónico creó escuela y escucharlo supone iniciar un paseo musical tan sorprendente como pedagógico, creo que es en el periodismo escrito donde ha alcanzado la cima de esta profesión»
Diego A. Manrique, el mejor y más influyente periodista musical de nuestro país, el fundador de EFE EME, hoy cumple 60 años, efeméride redonda que lleva a Juan Puchades a felicitarlo en público.
Texto: JUAN PUCHADES.
Conociendo a Diego y su gusto por la discreción, supongo que leer este texto no le hará muy feliz. Así que me arriesgo a una reprimenda o a un gruñido. Y no sé qué es peor. En todo caso, como creo que cumplir 60 años es una buena cosa, tiro adelante. Pero, sobre todo, lo hago porque Diego A. Manrique representa el modelo periodístico que muchos admiramos, el que veneramos y estudiamos. Ha creado escuela y sentado cátedra como ningún otro crítico musical en la historia de nuestro país. El suyo es un caso único, en el que se unen sabiduría, capacidad para analizar y transmitir la información y dominio ejemplar de los diferentes medios: Televisión, radio y prensa, tanto especializada como generalista. Además, qué diablos, es mi amigo y me alegra esta redonda efeméride.
No recuerdo muy bien cuándo supe de Diego por primera vez, seguramente fue hacia 1977, en las páginas de «Vibraciones» y en paralelo al televisivo «Popgrama», pero, desde el principio, quedó claro que lo suyo era algo especial. Entonces uno no era más que un niño y no sabía explicar las razones que lo hacían único, distinto a los demás, pero desde aquel momento, allí donde me he topado con su firma, de cabeza que he ido, bien fuera en revistas como «Star», «Rock Espezial», «Disco Actualidad», «Madriz», «Metal Hurlant», «Ruta 66», «Boogie», «Todas las Novedades», y tantas otras, como en sus espacios en Radio 3 (los días junto a Ordovás en el «Diario pop», «Sólo para ellas», «Aeropuerto internacional»), en Radio 1 («Modernos populares», «La madriguera») o en TVE («Caja de ritmos», «FM 2», «Qué noche la de aquel año»…) y luego, claro, en «El País» (la enciclopedia del rock que dirigió sigue resultando modélica, sus crónicas y entrevistas, memorables) y en «El ambigú», su personal buque insignia desde hace casi dos décadas; un oasis para la música libre.
Pasó el tiempo y logré verbalizar las razones de la excepcionalidad de sus escritos, guiones o selecciones musicales: Un manejo constante de información cruzada, enciclopédica, histórica y actual, junto a un gusto variado y amplio, en un viaje que muchos de sus seguidores imitamos y que, abiertamente, nos llevó desde el rock hacia la música popular, sin más, desechando prejuicios tontos y temores por el etiquetado; «no existe música buena y música mala, hay música que emociona y música que no», le he escuchado proclamar en más de una ocasión. Pero si el Diego radiofónico creó escuela –¡cuántos han impostado la voz como él!– y escucharlo supone iniciar un paseo musical tan sorprendente como pedagógico, creo que es en el periodismo escrito donde ha alcanzado la cima de esta profesión. Sí, porque él, tan poco dado a centrarse en el texto largo, en el libro –su bibliografía, aunque bien jugosa es lamentablemente escasa–, y tan apegado a la actualidad, ha desarrollado en sus escritos un modelo ejemplar: Siempre me admira su capacidad para contarlo todo con las palabras justas, ni una más ni una menos. Nunca ha perdido el tiempo –ay, como tanto pretencioso con ínfulas literarias– en hilvanar metáforas tan bellas como accesorias, sino que ha preferido emplear el adjetivo más esclarecedor, jamás ha abusado del léxico rebuscado, siempre lo notas ajustado pero elástico, te deja con ganas de más, pero no sabes qué más tendría que haber contado, pues en el espacio acotado por el jefe de sección, lo ha dado todo, nunca falta nada. Trata al lector con inteligencia, lo hace partícipe de sus conocimientos, descubrimientos o andanzas, lo tutea con complicidad pero con la debida corrección. En las entrevistas se muestra, como los más grandes maestros del género, cordial pero tenaz, original e incisivo elaborando cuestionarios. Sus centenares –¿miles?– de artículos dispersos en la prensa escrita –en la especializada ha dejado canónicas columnas de opinión, como ahora hace los lunes en los «Universos paralelos» de «El País»– merecen ser recogidos en una serie de libros antológicos –se lo he propuesto más de una vez y siempre se ríe, como diciendo «este Juanito cada día está más chalado. ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer!»– que serían no sólo un gozoso y fundamental recorrido por la historia de la música popular de los últimos 35 años, sino un manual imprescindible para estudiantes y estudiosos del periodismo musical.
Por no hablar de su no morderse la lengua, de su corazón –el mismo que un mal día hizo crac– de periodista de raza que le obliga a contarlo todo, a dejar poco para el anecdotario privado. Por ello, creo que Diego, pese a ser respetado y seguido por la mayoría de músicos, tiene pocos amigos entre estos. Hace mucho que sabe que un periodista y un músico no deben confraternizar en exceso: Son profesiones antagónicas, y si quieres ser libre en esta, acércate un ratito a ellos, obsérvalos en su salsa, pero luego mantén la distancia, que quizás mañana tengas que criticar su nuevo disco… y Diego nunca ha perdido de vista el tan necesario como saludable espíritu crítico.
A veces he escuchado a gente del «negocio» musical referirse a Diego como el periodista estrella por antonomasia, y ciertamente que es una estrella, dada su influencia social –su nombre es habitual en algunas listas de los ciudadanos más influyentes de nuestro país–, sin embargo no ejerce de tal, jamás le he visto ese brillo ambicioso en los ojos tan común en otros y que delata a las claras sus intenciones, al contrario, él pisa con los pies bien en el suelo y se ríe con descreimiento del papel que le ha tocado vivir. Por ello, cuando veo a jóvenes aspirantes a crítico (lo de periodista siempre les quedará grande) musical ebrios de ego desde el minuto cero y cegados por conseguir reconocimiento (su nombre impreso en su publicación favorita es gloria, y un golpecito de su ídolo en la espalda erección segura) siempre me acuerdo de Diego, de su ejemplo permanente.
Nos conocimos a finales de los años 80, no he olvidado dónde, cómo y con quién. En años sucesivos nos encontramos algunas veces y conversamos por teléfono de vez en cuando, le propuse algunas ideas y siempre se escabullía, hasta que en marzo de 1998 le hablé de un proyecto que me rondaba la cabeza, y que era el embrión de EFE EME. Aquella noche, con «vinho verde» de por medio y un frío madrileño bastante desconsiderado, me dijo que lo veía, que estaba dispuesto a apostar por ello. A la mañana siguiente, de vuelta en casa, me esperaba un fax –el email tardaría en democratizarse– suyo que comenzaba con algo así como «Cabrón, me has tenido toda la noche sin dormir…». Luego venían cuatro folios plagados de ideas para esa futura revista. Desde entonces hacia aquí he tenido la fortuna de conocer a Diego de cerca y aprender de él –siempre ha sido generoso y ha estado dispuesto a echar una mano cuando hacía falta, mostrando las cartas, enseñando a los que veníamos detrás–, en un máster intensivo junto al mejor que nunca podré pagar ni agradecer lo suficiente.
Hemos disfrutado juntos, nos hemos reído un montón, las hemos pasado putas, hemos compartido buenos momentos, algunos horribles e incluso otros memorablemente surrealistas, hemos discutido como perros hasta que ha sido necesaria la mediación del eternamente dialogante y ponderado Luis Lapuente, pero Diego siempre ha estado ahí. Siempre está ahí, como un señor, un gran compañero y el mejor amigo. Felicidades, maestro, seguro que hoy mismo, como siempre, te leo o te escucho de nuevo, desmenuzando la actualidad de la música popular, descubriendo nuevos sonidos, acercándonos al pasado y al presente. ¡Brindemos por esos 60!