La publicación del disco Live at the Meadowlands, recogiendo un concierto de Frank Sinatra de 1986, nos hace fijarnos en los años 80 de La Voz. Un periodo que parece eclipsado por las doradas décadas anteriores, pero en el que se mantenía en plena forma y que pasó arriba de los escenarios.
Texto: JAVIER MÁRQUEZ.
Antes del multitudinario proyecto Duets en 1992, la última vez que Frank Sinatra había entrado en un estudio de grabación había sido en abril de 1984. Quincy Jones, el productor de moda y un viejo conocido del cantante de sus días de conciertos con Count Basie en el Hotel Sands, le convenció para grabar un último gran álbum. Jones usó toda su influencia para reunir a un brillante grupo de músicos de jazz, desde Lionel Hampton y Ray Brown a los hermanos Brecker, Steve Gadd o George Benson. En cuanto al repertorio, se seleccionaron algunos clásicos («Teach me tonight», «Stormy weather») y nuevas composiciones («How do you keep the music playing»). El tema principal y título del álbum fue la composición «L.A. is my lady», canción con la que, tras «Chicago» y «Theme from New York New York», Frank ponía de manifiesto su corazón infiel en lo que a ciudades favoritas se refería. Otro corte del álbum, el clásico y vibrante «Mack the knife», grabado previamente por grandes como Louis Armstrong, Bobby Darin y Ella Fitzgerald, se convertía en la última canción memorable añadida por el cantante a su repertorio en directo.
Publicado finalmente en agosto de 1984, L.A. is my lady recibió unas críticas moderadamente buenas, y supuso una despedida discográfica honorable para el cantante. Mano a mano con Jones, consiguieron recuperar el espíritu de las viejas grabaciones, con toda una banda, repleta de grandes talentos, tocando en directo frente al cantante. Ya nadie trabajaba así en el estudio. Tampoco nadie salía a escena ante decenas de miles de personas, llenando estadios enteros, vestido con un impecable esmoquin. Sólo Frank Sinatra hacía esas cosas en los ochenta. Haciendo honor a su tema más popular, se había empeñado en seguir haciendo las cosas «a su manera».
Concord/EMI acaba de publicar un nuevo directo del «Viejo Ojos Azules» que data precisamente de aquella época. Los ochenta fueron probablemente los años más movidos del cantante, al menos en lo que a giras internacionales se refiere. Desde 1984 a 1989 la lista de actuaciones anuales no palidece ante la del grupo más activo que pueda buscarse actualmente. Y de aquellos conciertos, son tal vez los de 1985 y 1986 los más recomendables. La Voz ya se encontraba como en casa en aquellos escenarios tipo cuadrilátero, ubicados en el centro de grandes estadios rodeados por treinta, cincuenta, setenta mil espectadores.
Hace ya tiempo se lanzó una grabación en el Budokan Hall de Tokio, a finales del 85, que es pura dinamita. Recientemente era una actuación en Las Vegas, de diciembre de 1986, la que salía a la venta. La que ahora se publica corresponde a unos meses atrás, el 14 marzo de ese año, grabada en el Meadowlands Arena de New Jersey. Un Sinatra pletórico, con la orquesta a cargo de su pianista de confianza, Bill Miller, pasa revista a una veintena de sus piezas habituales dejando constancia de que la edad no era impedimento para no alcanzar interpretaciones fantásticas.
Acompañado de un libreto de 24 páginas, con notas a cargo del antiguo socio de Sinatra, Hank Cattane, y con material gráfico inédito, este Live at the Meadowlands demuestra que, si bien el cantante aún se defendía sin problemas sobre las tablas, sus mejores momentos eran las baladas, o más bien, las «saloon-songs». Basta echarle un vistazo al DVD en el Budokan Hall para comprobar que el «Viejo Ojos Azules» era capaz de levantar de sus asientos al auditorio más sereno cuando atacaba con «I’ve Got You Under My Skin», «You Make Me Feel So Young», «Leroy Brown», «New York, New York» o «Mack the Knife», pero no brillaba de verdad su voz con reflejos de antaño hasta que bajaban las luces y entonaba «April In Paris», «It Was A Very Good Year», «Bewitched» o «One For My Baby». Este nuevo disco no es una excepción en ese sentido. Y aunque está claro que el Sinatra de 1986 no es el de 1956, tampoco es justo en absoluto catalogarlo como un dinosaurio acabado.
Además, a pesar del tiempo transcurrido, La Voz intentaba mantenerse en lo posible fiel a su estilo habitual de vida y trabajo, como si el mundo del espectáculo no hubiese cambiado en todo ese tiempo. De hecho, el artista llevaba muy mal todo cambio que pusiese de relevancia que ya no eran los viejos tiempos. Dejó de gustarle trabajar en Las Vegas, por ejemplo, cuando a finales de los ochenta las grandes multinacionales comenzaron a adquirir los viejos casinos y a edificar complejos que se acercaban más a un parque de atracciones que a lo que siempre habían sido los hoteles de Las Vegas. Al Mirage, que abrió sus puertas en 1989, le siguieron el Excalibur (con forma de castillo medieval), el Paris (un palacio francés) o el Luxor (una pirámide). Ante familias con pantalón corto y gorras de McDonald’s, ¿qué podía hacer la vieja Mafia con la que Sinatra se había codeado? En Las Vegas se seguiría desplumando a gente, pero de otra forma, y ya no había mujeres a las que seducir cantándoles «My funny Valentine».
Cuando andaba de gira, Francis Albert contaba con un séquito de colaboradores que debía cuidar de que, ciudad tras ciudad, todo estuviese a su gusto. En la segunda mitad de los ochenta, «el Abuelo», como lo apodaban los suyos, comenzó a incluir en sus contratos una larga lista de exigencias que alcanzaba la veintena de páginas; la llamaban «cláusula técnica». En ella se estipulaba, por ejemplo, que en su camerino debía haber siempre doce paquetes de caramelos marca Life Saber, tres latas de sopa Campbell de pollo y arroz y dos sándwiches de ensaladilla de huevo. Sobre el tocador debían dejar un cartón de Camel sin filtro, ya sin el celofán que lo cubría. Junto a dos pastillas de jabón Ivory debía encontrar seis paquetes de Kleenex y seis servilletas de lino. La verdad es que, en el fondo, no era nada demasiado excéntrico, teniendo en cuenta las exigencias de artistas como Diana Ross, que pedía redecorar su camerino con tonos ocres.
Tema aparte era la bebida. Siempre debía haber una botella de Jack Daniels, una de Absolute Vodka, otra de Chivas Regal, una de Beefeater y una de Courvoisier. Para mezclar, completaban la lista seis botellas de agua mineral Evian y dos docenas de botellas de soda. Para degustar aquello se pedían seis copas altas.
En cuanto a su equipo personal, entre las últimas incorporaciones se contaba la sección de peluquería. Siempre preocupado por su imagen, Sinatra empezó a usar peluquín en 1980, cuando rodó su última película como protagonista, El primer pecado mortal. Desde entonces, el peluquero de Nueva York Joseph Paris estaba en contacto periódico con el cantante para ir renovando su «look». Así, cuando salía de gira, Frank llevaba consigo hasta doce peluquines diferentes, más por higiene que por estética, y un estilista se encargaba del cuidado personalizado de cada pieza.
Tal vez el trabajo, el apoyo del público, era el único refugio para un Sinatra que se venía abajo cada vez que le llegaba la noticia de que otro buen amigo, otro anclaje con los viejos tiempos, pasaba a mejor vida. El primer golpe fue la muerte de Sammy Davis Jr., en 1989, a la que siguió en 1990 la de su amor eterno, Ava Gardner. En 1992 perdió a su hombre de confianza durante las últimas dos décadas, el hostelero Jilly Rizzo, y unos meses después, en enero de 1993, fallecía Sammy Cahn, otro de sus mejores amigos y su letrista de cabecera.
Y parece que la única manera que tenía Frank de no verse afectado por ese aire mortecino que le rodeaba era seguir en la brecha. Sinatra se mantuvo de gira durante varios años más en los noventa a pesar de que la edad comenzaba a jugarle malas pasadas. Su hijo Frank Jr., ahora al frente de la orquesta, cuidaba de cubrir al «Abuelo» cada vez que le fallaba la voz o se olvidaba de la letra de alguna canción que llevaba cantando cuarenta años. Pero aquellos incidentes fueron pocos y puntuales. Cuando el propio Sinatra fue consciente de que se acercaba peligrosamente a caer en el ridículo, decidió retirarse. En diciembre de 1994 concluyó su gira final, y el 25 de febrero del 95, en un acto privado en Palm Springs, ofreció su última actuación.
Alejado del público, de los estudios y los escenarios, La Voz moría tres años después.